La salud mental es una de las preocupaciones crecientes en nuestra sociedad. El bienestar de las personas no solo depende de su estado físico, sino también de su estado mental. En los medios de comunicación cada vez son más frecuentes las noticias que tienen que ver con la salud mental, como el creciente índice de suicidios o el aumento de bajas laborales por motivos psicológicos.
La población adolescente no es ajena a esta cuestión. Ya de por sí, la adolescencia es una etapa de la vida de cambio, de transición desde la niñez a la edad adulta. Estos cambios se producen de forma muy rápida y afectan a todos los aspectos de la persona, tanto físicos como psicológicos. Dentro de esta evolución natural, hay problemas de salud mental que surgen o se acentúan en esta etapa y que son un motivo de preocupación para las familias y para la sociedad en general.
En el presente artículo van a ponerse en relación dos realidades: los adolescentes con problemas de salud mental y la justicia de menores. La finalidad que se persigue es dar a conocer la incidencia que este grupo de adolescentes tienen en nuestro sistema de justicia juvenil y la respuesta que reciben del mismo.
Antes que nada, hay que puntualizar que, cuando hablamos de justicia juvenil o jurisdicción de menores, nos estamos refiriendo a una parte de la organización judicial que trabaja, en nuestro país, con chicos y chicas entre 14 y 18 años, que han cometido (presuntamente) una infracción penal. Los adolescentes que no hayan alcanzado los 14 años, a pesar de haber cometido algún delito, quedan fuera del sistema de justicia juvenil (estarán sujetos al sistema de protección de menores). Y, si no existe infracción penal, por preocupante o complicada que resulte la situación de estos adolescentes, tampoco podrá actuar la justicia juvenil.
La legislación española en materia de justicia juvenil tiene como norma fundamental la Ley Orgánica de Responsabilidad Penal del Menor 5/2000 de 12 de enero. Haciendo un notable esfuerzo de síntesis, podemos decir que esta ley se inspira en dos principios fundamentales: por un lado, su naturaleza sancionadora-educativa y, por otro, la flexibilidad. Es decir, la ley entiende que, cuando un adolescente comete una infracción penal, se merece una respuesta; ese acto merece una consecuencia (una “sanción”), pero esa respuesta ha de ser educativa. Y ello por la convicción de que un adolescente entre 14 y 18 años, a pesar de haber delinquido, puede reeducarse y reinsertarse. La flexibilidad parte de otra idea básica, y es que el sistema idóneo para reeducar a un menor es analizar los factores de riesgo que han influido en su comportamiento y actuar sobre ellos. Son factores de riesgo la falta de control en el ámbito familiar, la sobreprotección y permisividad, el fracaso escolar, el consumo de tóxicos, la falta de referentes prosociales, el grupo de iguales conflictivo, la impulsividad, los trastornos de conducta, etc., etc. Ahora bien, como los factores de riesgo son distintos en cada adolescente, la actuación ha de ser distinta para cada menor. Frente al sistema penal de adultos, en que un delito siempre es castigado con la misma pena (un robo con fuerza, con prisión de uno a cuatro años, una falsificación de certificados con multa de tres a doce meses, etc), la jurisdicción de menores es “flexible”: la pena (que se llama “medida”) es diferente para cada menor si sus circunstancias son diferentes.
Este sistema, si se me permite una valoración personal, me parece irreprochable. Ante todo, una sociedad como la nuestra no puede renunciar a “recuperar” chicos y chicas entre 14 y 18 años, aunque hayan cometido un delito, por grave que sea. Además, nada más justo que dar un tratamiento diferenciado atendiendo a las circunstancias de cada menor. La intervención sobre un menor que tiene una familia sobreprotectora y carece de habilidades sociales no puede ser la misma que si el menor consume droga desde los 12 años, presenta absentismo escolar y tiene un trastorno de conducta, aunque el delito que hayan cometido sea el mismo. Viene al caso la definición clásica de Justicia: “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo”; lo justo es dar a cada uno lo que le corresponde y no dar a todos lo mismo.
Para terminar con estas consideraciones generales sobre la justicia de menores, me parece oportuno responder a las dos principales objeciones que una parte importante de la sociedad hace a nuestro sistema: la necesidad de bajar la edad penal para englobar a menores de 12 o 13 años y el endurecimiento de las medidas a imponer a los menores infractores. Creo que ambas objeciones son improcedentes. En primer lugar, la delincuencia protagonizada por menores que no tienen 14 años es, cuantitativamente, muy poco significativa. Es cierto que, puntualmente, los medios de comunicación nos alertan de algún suceso gravísimo protagonizados por chicos o chicas de 12 o 13 años; sin embargo, el escaso volumen de estos asuntos no justifica, a mi juicio, una rebaja general de la edad penal. En segundo lugar, el posible endurecimiento de las penas sobre los menores infractores contradice la actitud general que los adultos tenemos hacia los adolescentes. Es una realidad que cada vez se es más permisivo con los menores: en el ámbito familiar, en el educativo, etc. No podemos pretender que la justicia penal sea el único recurso educativo de nuestros jóvenes, el único que les pone límites y les exige responsabilidades. Toda la “sociedad adulta” debe dar una respuesta coordinada y coherente a los adolescentes. No se puede ser cada vez más “blando” con nuestros hijos o nuestros alumnos y pretender una justicia juvenil cada vez más “dura”. Educar en valores, responsabilidades y coherencia no es solo tarea de la justicia de menores. (Lo anterior está relacionado con la evidente “crisis de autoridad” por la que atraviesan la mayoría de las instituciones de nuestra sociedad, desde la familia hasta las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, pasando por el ámbito docente y el sanitario. La necesaria transparencia y razonabilidad que debe estar presente en quien ejerce autoridad se ha transformado en una exigencia continua de explicaciones, en un igualitarismo absurdo y en una desautorización de quien, por motivos profesionales o morales, debe tener una ascendencia sobre nosotros. Hay una opinión generalizada de que el padre, el profesor, el médico, el policía o el juez no son nadie para decirnos lo que debemos hacer, ni siquiera en el ámbito de sus competencias propias. Esta actitud está presente en nuestros jóvenes, no porque la hayan adquirido de forma innata, sino porque la presencian en los adultos: el padre que no respeta al profesor de su hijo está fomentando que su hijo no reconozca su autoridad como padre o el profesor que no reconoce la autoridad del policía contribuye a que sus alumnos tampoco se la reconozcan a él).
Pero, volvamos a los adolescentes y la salud mental. Según un estudio de la fundación Manantial (2023), el 37,5 % de los jóvenes se identifican con algún diagnóstico de salud mental y menos del 50 % consideran que su salud mental es buena o muy buena. Y, en el ámbito de la justicia de menores, entre un 50 y un 70 % de los menores infractores tienen problemas de salud mental, siendo los delitos más frecuentes cometidos por ellos la violencia doméstica (violencia filio-parental, sobre todo), las lesiones y los delitos contra la libertad sexual. Los factores de riesgo predominantes en estos jóvenes son la falta de control parental, un nivel educativo inferior a la media, grupo de iguales en riesgo y consumo de tóxicos. Estos datos nos ponen de manifiesto, primero, que más o menos la mitad de los jóvenes considera que tienen algún problema de salud mental. El porcentaje es preocupante, y más aún si se piensa que se trata de una percepción de los jóvenes, no de un problema real, es decir, más de la mitad de los jóvenes cree que tiene algún problema de salud mental, aunque en realidad no lo tenga. En segundo lugar, aquellos datos indican que hay un porcentaje muy alto de jóvenes que llegan a la justicia juvenil y que tienen problemas de salud mental. Poniendo en relación ambos datos, podríamos apuntar que, si un joven tiene problemas de salud mental, es muy probable que termine en la justicia de menores por haber cometido una infracción penal.
¿Qué respuesta ofrece la justicia juvenil a estos adolescentes infractores con problemas de salud mental? La ley de Responsabilidad Penal del Menor contempla dos medidas específicas para estos jóvenes: el internamiento terapéutico y el tratamiento ambulatorio. El internamiento terapéutico es un recurso residencial que proporciona al menor un contexto estructurado para seguir una programación terapéutica. Está previsto para personas que padezcan anomalías o alteraciones psíquicas o un estado de dependencia de alcohol o drogas. Puede ser cerrado, semiabierto o abierto, atendiendo a la imposibilidad o posibilidad de de realizar actividades fuera del centro. Los menores, por tanto, están en un centro de reforma, con un determinado programa formativo, de ocio y, sobre todo, terapéutico, para atender su situación específica (actualmente, la comunidad autónoma de Castilla-la Mancha cuenta con un centro para el cumplimiento de esta medida de internamiento terapéutico, situado en la provincia de Ciudad Real). El tratamiento ambulatorio está destinado a jóvenes que tienen las condiciones adecuadas para seguir un programa terapéutico en entorno normalizado, debido a su anomalía o alteración psíquica o adicción al consumo de alcohol o droga.
La imposición de estas medidas la lleva a cabo el juez de Menores en la sentencia que declare al menor culpable de la comisión de una infracción penal. Es necesario que, previamente, el Ministerio Fiscal haya solicitado su imposición y esta petición va precedida de una propuesta de un equipo técnico. Estos equipos, piedra angular de la justicia de menores, están formados por psicólogos-as, trabajadores-as sociales y educadores-as, que emiten un informe sobre la situación personal, familiar y social del menor y proponen la medida que consideran más adecuada de acuerdo con dicha situación. Es decir, detrás de la decisión del juez de menores imponiendo una medida de internamiento terapéutico o tratamiento ambulatorio, hay una valoración y propuesta técnica sobre la procedencia de esas medidas en el caso concreto. La duración de estas medidas es variable, dependiendo (una vez más) de la situación del menor.
Para ilustrar lo anterior, puede decirse que la medida de internamiento terapéutico ha ido en aumento en los últimos años, seguramente, por el incremento de menores con problemas de salud mental. A título de ejemplo, a fecha 30 de junio de 2024 el total de menores ingresados en el centro de internamiento de Ciudad Real era de 66, de los que 55 estaban cumpliendo un internamiento terapéutico y solo 11 un internamiento ordinario. Y, de esos 66, 36 chicos y chicas corresponden al juzgado de Menores de Toledo, estando 29 en internamiento terapéutico y 7 en internamiento ordinario. El perfil de los adolescentes sujetos a esta medida es muy variado: grave adicción a droga, delitos contra la libertad sexual, comportamientos psicopáticos, trastornos graves de conducta, trastornos de personalidad, trastornos del espectro autista, etc.
¿Funcionan estas medidas? En general, la justicia de menores es una justicia eficaz. Aunque no hay estudios generales, en torno al 80-85 % de los jóvenes que pasan por la justicia de menores no vuelve a delinquir. Esto no es solo mérito de la justicia juvenil; también contribuye a ello el proceso natural de maduración de la persona. La adolescencia, como decíamos al principio, es una etapa difícil y a veces se tienen comportamientos constitutivos de infracción penal que no vuelven a repetirse. Sin embargo, la eficacia de la justicia juvenil respecto de los jóvenes con problemas de salud mental no es tan rotunda. Por un lado, porque una anomalía o alteración psíquica no es algo puntual sino que, en muchas ocasiones, está presente en la persona durante el resto de su vida. Por otro lado, porque la adicción o la dependencia del alcohol o la droga también requiere una atención continuada durante mucho tiempo. Así, es cierto que los adolescentes que pasan por una medida de internamiento terapéutico experimentan una evidente mejora en su situación. El problema empieza cuando la medida termina y el menor sale del centro de cumplimiento. Los factores de riesgo predominantes en estos jóvenes (falta de control familiar, bajo nivel educativo, grupo de iguales de riesgo) son un lastre para continuar esa evolución favorable.
Más allá de estos factores, hay otro problema más grave: la falta de coordinación y apoyo entre los distintos recursos que pueden atender a estos jóvenes. Un adolescente infractor con problemas de salud mental está sujeto, durante algún tiempo, al sistema de justicia juvenil; pero también puede estar en el sistema de protección por ser un menor en situación de riesgo o de desamparo; también formará parte del sistema sanitario general y del sistema educativo. Es fundamental la actuación conjunta de todos estos ámbitos. Un menor con una medida de internamiento terapéutico debe recibir una atención especializada en el centro de reforma, pero también se debe favorecer su evaluación y tratamiento en los recursos de salud mental normalizados; es más, en muchas ocasiones los centros de internamiento asumen el ingreso de chicos y chicas cuyo problema principal no es la delincuencia, sino su salud mental y que no encuentran acomodo en el sistema sanitario. Tampoco hay centros de protección adecuados para menores en situación de desamparo con problemas de salud mental. Igual que antes decíamos que la justicia penal no puede convertirse en el único (ni principal) recurso educativo de nuestros jóvenes, tampoco la justicia penal puede ser el recurso principal para atender a los adolescentes con problemas de salud mental.
En conclusión, la justicia de menores dispone de recursos válidos para atender a aquellos adolescentes entre 14 y 18 años que presentan problemas de salud mental y que han cometido alguna infracción penal. Es fundamental, sin embargo, la coordinación y el apoyo de los recursos sanitarios, educativos y sociales normalizados, pues la actuación de todos ellos es complementaria e imprescindible para proporcionar una atención integral a esta población y, sobre todo, para dar continuidad a la intervención una vez que ha finalizado la medida judicial. El primer paso podría ser el conocimiento e intercambio de información entre todos estos ámbitos (judicial, social, educativo, sanitario) y el diseño de una intervención global que acompañe al joven en su evolución. Éste es nuestro reto.
José Ramón Bernácer María
Magistrado especialista en Menores. Juez del juzgado de Menores de Toledo.